El único auto pequeño estacionado en medio de una fila de vehículos grandes frente a un motel, en una población canadiense, era mi diminuto Simca. Este es un auto fabricado en Francia, el cual obviamente no estaba preparado para enfrentar los rigores del invierno que azotaban el norte del país. Eran las 3 de la madrugada, y el termómetro estaba marcando casi 4° C. bajo cero, cuando comenzó a sonarle la bocina. El sonido no era muy diferente del llanto de una criatura: agudo, estridente y plaflidero, en la quietud de aquella noche invernal.
Desperté en cuanto escuche el ruido. Calzado con delgadas zapatillas y echándome precipitadamente un abrigo sobre los hombros, salí en pijama al frio intenso. Después de una lucha enconada y estéril con el botón del claxon, por fin logre acallar el estruendo desconectando una de las terminales del acumulador. Al regresar a mi habitación, observe que había luces en algunas unidades. Muy turbado, comprobé que varios rostros me observaban a través de la escarcha de las ventanas. En eso, se entreabrió una puerta y, envuelto en una bruma invernal, un anciano barbado y desgrenado se asomo a preguntar irónicamente: ”Hora de darle de comer?”
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